9/8/16

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Edgar Borges



BORGES, EDGAR: La ciclista de las soluciones imaginarias, Editorial Ígneo, Caracas, Venezuela, 2015; primera edición para Venezuela; 152 páginas; ISBN: 978-980-7641-23-4







El pedaleo de la imaginación
Por César Seco*




Desde su primera edición española en 2014, la novela “La ciclista de las soluciones imaginarias”, del escritor venezolano Edgar Borges, despierta crecientes lecturas. Sellos de México, el mercado hispano de Estados Unidos y Venezuela dieron luz nuevas ediciones. En 2017 le siguen lanzamientos en Colombia e Italia. El poeta y ensayista venezolano César Seco hace una brillante interpretación de una obra que promete crecer en el tiempo. 



La comprensión de que la vida es absurda 
no puede ser un fin, sino un comienzo
Albert Camus




Perseguida siempre, es más veloz que sus perseguidores: sistemas, dogmas o regímenes. La imaginación es lo que permite al hombre sobrevivir al peso de la realidad, sublevarse a todo lo que le es impuesto, sea norma, regla o ley, casi siempre en contra de sí mismo, para limitarlo y en favor del poder que rige o gobierna sus funciones. «El hombre no soporta tanta realidad», bien lo dice el verso de Eliot. El anhelado orden civil concluye en manifiesto desorden. La gente busca rebelarse a todo lo que es impuesto, alienante y repetitivo, solo que hasta el rebelarse es repetitivo. La rutina es devastadora de su libertad y se constituye en realidad aparencial, sostenida con un fin, sea económico, social o político, y siempre cultural. El hombre termina siendo sumiso de su realidad, pero es él mismo y no otro ente el que teje la red de su cárcel y mira hacia dónde puede estar la salida.

Un día, para quienes vivimos y creamos en/con imaginación, la alarma no será que esté amenazada, sino que ha sido prohibida porque al sistema no le conviene su peligrosidad transformadora. Esta ha sido una preocupación literaria que quizá haya alcanzado sus más altas cuotas de realización en autores como Kafka, Huxley, Orwell, Bradbury y otros, pero que en la actualidad no ha tenido a muchos que se sumerjan en deslindarla, lo hace sí con más que fortuna creativa el narrador venezolano radicado en España, Edgar Borges, en la novela La ciclista de las soluciones imaginarias, que ha alcanzado ya varias ediciones (Ediciones Carena, Nitro/Press), la última aquí en nuestro país por Editorial Ígneo (151 págs.).


A una ciudad que aparentemente transcurre sin sobresalto o disturbio alguno, en la que cada cosa pareciera estar ajustada a las necesidades, en que el Ayuntamiento pareciera cumplir a cabalidad el objetivo que lo justifica como institución rectora de la municipalidad, llega un buen día una ciclista que va a cambiar, a subvertir ese orden aparencial, tras el que se esconde un secreto. Secreto en que reside el ser y el acontecer del colectivo, su historia y su memoria, su ayer y su hoy. Por una razón precisa a la autoridad no le conviene que ese secreto se devele, entre varias razones por una principal, porque ella misma ha estado sujeta a la voluntad de uno de los miembros de la comunidad por sobre la del resto, un interés que, a decir verdad, no ha estado tan oculto, pero ante el que la mayoría ha preferido callar, por conformidad, por dependencia, por miedo. Y esto, ha persistido de generación en generación. 

Edgar Borges elige con acierto un personaje para que sea el conductor de la trama, el señor Silva, quien, una mañana asomado al balcón de su piso logra ver la nada; el mundo aparentemente real sobre el que clava su mirada y logra que nosotros los lectores fijemos atención desde el principio. Todo lo que tiene al frente, su pequeño mundo de ciudadano se viene abajo: su trabajo, su matrimonio, sus relaciones; el espacio que habita pasa a ser otro, interior, habitado por la duda y la sospecha, pero tal vez más verdadero. Lo que Silva ve es la contundencia del vacío. La ínfima realidad cotidiana lo habita por todas partes, tanto así que cierra los ojos y logra verla dentro de él. Calles y avenidas en su movimiento diario, transeúntes a su trabajo y la alegre carrera de los niños rumbo al colegio, pero también, el ensordecedor tráfico, coches, autos, camiones cargando piedras continuamente, ese, el rito de la rutina, lo que algunos filósofos llaman «la nada concurrida».

Por si fuera poco todo esto va a ser transgredido por la aparición de una bella ciclista, cuya sola presencia pone en alerta a una sociedad sumisa, confiada en la eficacia de los mecanismos que la rigen. La acróbata y fotógrafo ciclista produce una serie de cambios incesantes como su pedaleo y su rauda travesía por las calles sobre el velocípedo de dos ruedas. Cuando el personaje principal, el señor Silva, trata de compartir su visión de lo que está ocurriendo queda al margen, él mismo es el primero en reconocer en sí lo que pudiera ser una limitante para probar la veracidad de los hechos, pues recuerda que padece el mal de «la mirada trastocada».

A partir de aquí el personaje y la novela misma se internan en otra realidad no menos absurda, pero, como dije ya, acaso más real. Ese mismo espacio de la duda y la sospecha se traslada al lector, quien llega a dudar de la existencia misma de los personajes, a sospechar que solo viven en la cabeza del señor Silva, es cuando la trama da lugar al espacio de «las soluciones imaginarias», lo cual la hace más que interesante, participativa. La hace una novela lúdica resuelta con inteligencia y sobriedad. Puede calibrar y exigir el pensamiento y la imaginación del lector, puede moverlo a reflexionar en profundidad, pero sin renunciar a entretenerlo, a que disfrute del placer de leer. Contrastan a Silva y a la ciclista otros personajes, como el señor Burgos, un influyente contratista, especie de alma oscura quien hace colgar de sus dedos la voluntad empresarial que a fin de cuentas termina rigiendo la voluntad de la institución municipal y la supuesta normalidad. La maestría narrativa del autor lo hace pasar por la novela como una sombra, alguien que actúa entretelones como suelen hacerlo los que verdaderamente manejan los tentáculos del poder. Borges logra que ningún personaje sobresalga por sobre el resto, excepto Silva. Pero entre éstos, hay otros dos cuyo papel es clave para dilucidar la trama. La esposa de Silva, cargada de una negatividad paralizante, sumida en la costumbre y en eso que los pedagogos de autoayuda llaman el «deber ser», que no es otra cosa que exhibir una suntuosa moralidad cuando el verdadero ser está podrido, atado al conformismo y a la rutina. El otro es Óscar, quien regenta el bar del barrio donde acontecen los hechos, lugar a donde acuden los citadinos y la vida busca expresarse espontánea sin lograrlo, pues en lo cierto, no hay libertad. Óscar es el vivo reflejo de lo fraudulento, del conformista consciente, del que se adapta a conveniencia.

La novela está sustentada en interrogantes sobre el sentido último de la existencia y del papel que juega en ella la imaginación. Interrogantes formuladas con precisión y respondidas con eficacia sugerente: no hay verdades absolutas. Cuestiona los falsos valores establecidos, les extrae su insignificancia delante de valores reales como el amor o la tolerancia. Aparecen en la misma dilucidaciones asombrosas, en las que la narración se impregna de una elegante metaforización, carga poética con la cual fue concebida. Después de superar el magnífico principio: «Un día, después de muchas mañanas de asomarme al balcón de mi piso, vi la nada. Cerré los ojos y vi el tráfico» (pág. 11). Inquietante éste y presto al asombro, como la imaginación misma, avancé después de una interrogante, ésta: «¿Para quién podría ser fácil ver el ayer y oír el ahora?» (pág. 12). Interrogante que, unida a esta otra, alimentó mi curiosidad lectora: «¿Cuándo me atreveré a inventar un lenguaje que sea capaz de interpretar las diatribas de mi existencia?» (pág. 23). La pregunta va a ser una autointerpelación saldada por el autor capítulo a capítulo. La débil identidad de un hombre sumiso, cercado por la banalidad, su opresión por los mecanismos alienantes de la conducta, lo cual lo convierte en una voluntad codificada, sometida a la utilidad y conveniencia del poder, te presenta a ese sujeto de hoy que es más la ficha de un formulario que una persona; elementos de la postmodernidad cuestionados y denunciados por el poder de la imaginación. Entre las dilucidaciones que sustentan la trama sin entorpecer su desarrollo narrativo, ágil en todo momento, me permito citar una que considero, más que clave, esencial, y que el autor intercala en un diálogo: «Pero paciencia, paciencia, amigo Silva, vamos por partes… Primero con la patafísica… Alfred Jarry, quien por cierto tenía a la bicicleta como su transporte favorito, dejó un camino si se quiere opuesto al pragmatismo actual. La patafísica es una provocación a la realidad; la patafísica imagina lo más mínimo, pero siempre de otra manera…» (pág. 28).

Aquello que sostenían los poetas imaginistas, de que «la poesía debe estar tan bien escrita como la prosa», he recordado en algunos momentos de la novela, donde a la inversa de ello, el narrador insufla de poesía a la prosa, tal así que es como si el pedaleo eficaz de la prosa narrativa asumiera la respiración entrecortada de un poema: «Había en el paso de la hembra una calma, una armonía, un no sé qué similar al giro de la rueda. O, mejor dicho, el giro de la rueda se parecía al paso de la hembra. La bicicleta no era una máquina; ella no era una persona cualquiera. Había entre las dos una frecuencia humana. Sonrisa, manillar, piernas, ruedas. Dos cuerpos invocando la duración… Había logrado una difícil extensión de la belleza» (pág. 14). Puede uno constatar que este pasaje viene a ser como el anuncio del engranaje de toda la novela. 

Los capítulos se suceden unos a otros, algunos lentos y breves, otros rápidos y largos, y viceversa, tal el recorrido que lleva el pedaleo. Toda uniformidad se ve transfigurada por los hechos que se esconden en lo aparencial. La simulación de las personas de su propia identidad, sus vidas encerradas en un maletín, en una obediencia operativa que pareciera no tener salida. ¿Es la burocracia una realidad inventada para que la vivamos? Habrá alguien que siempre quiera aniquilar tu imaginación, tu cordura. Ese mismo alguien le interesa que tu duda, sospecha o crítica no sea más que la «mirada trastocada» de un desadaptado. Pero el autor de esta novela renuncia a las salidas fáciles o evidentes, no porque no estén allí, de hecho lo están y uno participa de ellas en las sociedades en que vive. El autor es consciente de que el destino de la humanidad siempre ha estado amenazado, si se quiere desde la primera pareja genésica hasta hoy. La novela tiene un final abierto que conmueve y a la vez te deja desconcertado. La tenida por simple cotidianidad puede alojar en su vientre las respuestas para las que a veces la filosofía o la religión son impotentes. ¿Dónde está lo locura? ¿En la encubierta cordura? ¿Locura es verdad? ¡La imaginación es más poderosa de lo que se cree! El personaje, casi al final, solo se atiene a una pista: «Poco me importa saber de dónde vino; ella me hizo entender que no hay que temerle a lo inesperado que llega para curarnos del delirio de una realidad ajena» (pág. 150).





*César Seco nació en Coro, Estado Falcón, Venezuela, el 29 de enero de 1959. Poeta, ensayista y editor. Fundador de la Casa de la Poesía «Rafael José Álvarez» y de la Bienal de Literatura «Elías David Curiel». Su obra constituye uno de los trabajos más sólidos y sostenidos del panorama actual de las letras venezolanas.

Analecta Literaria

Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.

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